Jorge Enrique Adoum. Nace en 1926 en Ambato, Ecuador. Publicó su primer libro de poesía, Ecuador amargo
Edwin Madrid: Tenía una conversación pendiente con el poeta Jorge Enrique Adoum, quería preguntarle algunas cosas pero, sobre todo, una, que me moría por conocer de su propia boca. Hace ya muchos años tuve en mis manos un par de libros firmados por un tal Jorge E. Adoum; al hojearlos me percaté de que no se trataba de poemas, ni de novelas, ni de crónicas ni de nada que tuviera que ver con el poeta. Sin embargo, no sé por qué, intuía que eran libros escritos por su padre. Nunca leí ni le escuché a él, tampoco a nadie hablar de su padre. Así que agarré el teléfono y, aprovechándome del aparecimiento de su libro De cerca y de memoria como también de la simpatía y de la amistad que el poeta guarda para mi esposa y para mí, le invité a nuestra casa. Esto es lo que conversamos:
EM - Quisiera que empezáramos por sus inicios. ¿Cómo surge Jorge Enrique Adoum a la literatura? Usted nace en Ambato, ¿están allí esos gérmenes, o sea, en dónde comienza la maldición?
JEA - Acaba de aparecer De cerca y de memoria, un libro de 750 páginas, de recuerdos de gente que conocí, acerca de la vida cultural y literaria de los últimos setenta años, y por eso me resulta reciente cuanto se refiere a mi pasado. Allí evoco a un profesor de Historia Sagrada, que era un verdadero novelista oral: describía a los personajes, su ropa, cómo se reflejaba la luz en ella, cómo resbalaba por los pliegues, y hasta imitaba el caminar de los camellos. Los libros de historia patria y de historia sagrada me los leía de corrido y no según el ritmo de las clases. Creo que allí me descubrí el primer síntoma de una vocación para la lectura. Cuando ya estuve en el colegio, vino a vivir con nosotros un medio hermano, hijo de un primer matrimonio de mi madre, que solía comprar cada semana una revista para ella, y otra, Leoplán, para él, una revista argentina que traía en cada número una novela.
EM - ¿Todo esto ocurre en Ambato, su lugar natal?
JEA - No, en Quito, donde vivía desde los nueve años de edad… Para nosotros, los chicos, mi hermano compraba El Peneca, de Chile. Pero nunca agarré un número de esa revista de historietas, sino que leía las novelas de Leoplán: durante el año escolar, una por semana; durante las vacaciones -como siempre fuimos pobres, no teníamos hacienda, ni amigos con hacienda, ni era aún costumbre ir a la playa, ni habríamos podido pagar el viaje- las pasaba en casa y leía por lo general una novela al día.
De nuestra casa a mi Colegio habrá habido, tal vez, cuatro o cinco kilómetros. Regresaba a pie, dos veces al día, con lo cual ahorraba diariamente 30 centavos y, a la vuelta de 10 o 15 días, podía comprar un volumen de la Biblioteca Sopena. Tales fueron los primeros síntomas de bibliofagia.
Para entonces, haciendo yo de padre de familia de mis hermanos (mis padres jamás conocieron una escuela o colegio de ninguno de sus cinco hijos), el director de su escuela me prestó Cumandá, de Juan León Mera. Se la devolví dos días después, y pese a que le hice un resumen del argumento, no creyó que la había leído y nunca volvió a prestarme libro alguno. Así comenzó mi interés por la literatura ecuatoriana...
EM - Como usted sabe yo soy bibliotecario, y en mis estancias en la Biblioteca Nacional cayeron en mis manos, al menos dos libros de Jorge E. Adoum. Recuerdo que uno de aquellos trataba de algunas cosas místicas y que en la tapa se referían al doctor Jorge E. Adoum. Me llamó la atención ver su nombre. Nunca supe, si exactamente, se trataba de su padre. Hoy se lo pregunto ¿su padre escribió esos libros?
JEA - Mi padre llegó a ser, después de una búsqueda dramática de su destino, Gran Maestro Rosacruz y Gran Maestro Masón. Los primeros trabajos de editing que hice en mi vida fueron sus libros. Dada la costumbre de que el primogénito lleve el nombre del padre, me llamo como él, lo cual ha dado origen a una serie de anécdotas cuando voy al Brasil, a México o Venezuela, donde, antes de comenzar una charla o una lectura, debo aclarar que yo no soy mi padre, para que no se sientan decepcionados quienes han ido creyendo encontrarlo a él. Y cuando, pese a todo, me piden que les firme alguna de sus obras, tengo una dedicatoria modelo: "A fulano de tal, de parte del autor de este libro y de mis días". Y son muchos los discípulos del Mago Jefa: cuando llegó a Río de Janeiro, por ejemplo, hubo tanta gente a recibirlo en el hotel que llegó la policía creyendo que se trataba de una manifestación contra la dictadura.
EM - A eso es a lo que me refería; es decir, ese mundo de su padre, ¿cómo influyó en su visión literaria?
JEA - Un día, en París, recibí un libro, y reconocí la escritura de la dedicatoria: era de Julio Cortázar y decía: «¡Oh sorpresa y maravilla! ¡Oh Doctor Jekyll de Mister Hyde, o viceversa! ¿Cómo no doblar la cerviz ante el Mago-Jefa, que desde su modesto refugio de la Place de Fontenoy [se refiere a la sede de la Unesco] difunde semejante mensaje himperecedero e hinmortal? Un admirador hanónimo y hestupefacto». Por si no fuera suficiente, reconocí su manera de desacralizar ciertas cosas o personas escribiéndolas con H, por ejemplo: "Hasta tiene hestatua". Comencé a escribirle una carta para contarle que se trataba de mi padre, y cómo yo tenía, en las noches, que pasar a máquina lo que él escribía a mano durante el día. Pero revisando aquel libro, un libro que tiene una oración para cada día del año, me encontré con una que decía, más o menos: Que Dios guarde a nuestros gobernantes; porque si han llegado a donde están es porque lo merecen. Julio no podía volver a la Argentina y tuvo que dar cita a su madre en Río de Janeiro para verla; un día, cuando volvió del aeropuerto despidiéndola, la policía lo esperaba en el hotel. Entonces me dio vergüenza, y dejé que creyera que se trataba de un homónimo, lo que en el universo Cortázar era más real que la realidad que yo le habría contado.
EM - Entonces se podría decir que usted empezó leyendo los libros de su padre y escribiendo cantos a la Dolorosa del Colegio y otros temas de los concursos del colegio San Gabriel.
JEA - Hay algo curioso: a pesar de los concursos del San Gabriel que los ganaba, a pesar de la edad, a pesar de las lecturas, no comencé propiamente por la poesía o los versos. Recuerdo un domingo en que mi padre había invitado a algunos amigos suyos, libaneses, sirios o palestinos, todos comerciantes. Como él creía que yo era inteligente, me llamó a que leyera algunas cosas que había escrito. Me sentí un poco como el tragador de sables o la mujer barbuda de un circo, exhibiéndome ante esa gente. Tenía escritos, llamémoslos ensayos, sobre cosas de las que no sabía absolutamente nada: la prostitución, la homosexualidad. Mirándome desde ahora, creo que eso fue una muestra precoz de solidaridad con los grupos discriminados. Tras haber leído mis obras maestras, uno de esos turcos le dijo a mi padre, "con todo respeto por su cultura" que no se explicaba cómo permitía que su hijo, a esa edad, escribiera "esas porquerías". Fui a mi habitación y rompí cuanto había escrito. Mi padre, que entró en la habitación en ese momento, me dijo: "¡Bravo! Te felicito, pretendes ser escritor y reaccionas así frente a la crítica". Creo que eso sirvió para que no me interesara en absoluto la crítica literaria relativa a mí. Me interesa, sí, la opinión del lector.
Terminé los estudios de Derecho, pero me negué a ser abogado. En aquella época, estamos hablando de fines de los años 40, para vivir de la profesión de abogado había que defender las causas patronales, o a las empresas extranjeras. Mi padre, que no entendía mi actitud, insistía en que el título de abogado iba a abrirme muchas puertas, pero yo aspiraba a otro título. No me entendió nunca, y creo que se sintió defraudado por mí: en lugar de seguir su orientación esotérica, me fui sin querer al otro extremo. No creo que haya sido la consabida rebelión contra el padre, pero, siendo él místico, masón, rosacruz, no sé, me fui hacia el otro extremo, el del materialismo dialéctico e histórico.
Sí, la poesía fue mi gran tentación, y ojalá algún día la alcance. Pero he estado permanentemente escribiendo prosa: hice periodismo desde los 18 años, ya en Chile con comentarios de cine, por ejemplo, y cuando volví al Ecuador, en 1948; luego hubo los diarios que fundaron Benjamín Carrión y Alfredo Pareja, en los que hacía la crónica cultural. Después, escribí mucha crítica literaria en Letras del Ecuador. Creo tener también una gran pasión por la prosa.
Creo que coincidió en esa época -estamos hablando de cuando tengo 15 o 16 años-, cuando descubro simultáneamente la literatura, el marxismo y el psicoanálisis. Fue como tener las tres llaves del mundo, aunque después hayan cambiado las cerraduras. Entonces ese gran descubrimiento, cuando me sentí con la capacidad de entender y comprender el mundo, me apartó de mi padre, aunque nunca estuve muy cerca de él. Su soledad era dolorosa y terrible. Nos obligaba a ir, a mi hermana mayor y a mí, y a veces también a mi medio hermano, a unas reuniones o sesiones semanales en su consultorio. Había unos pupitres triangulares con una vela pequeña cada uno, vestíamos túnicas blancas, con una cruz de bronce y en ella la rosa crucificada, al cuello. Se suponía que mi hermana era la representación de Isis, y mi padre leía textos en un castellano pedregoso y dificultoso, sin que entendiéramos nada de lo que leía, lo cual, unido a la penumbra de las velas, nos daba sueño. Eso terminaba a las once y media de la noche y había que esperar, con el frío de Quito, el último autobús que nos llevara de regreso a casa y yo debía levantarme a las seis de la mañana, para ir al colegio.
Cuando comenzó sus prácticas de hipnotismo, me hacía sentar al revés en una silla y pedalear como si fuera una bicicleta, o me daba a comer una papa cruda inculcándome, dormido, que era una manzana. Y cuando despertaba veía a mi madre y a mis hermanos riéndose de mí, puesto en ridículo. Era tal vez una actitud instintiva de rechazo, que no fue consciente, no fue una decisión, tampoco la voluntad de actuar de determinada manera: fue la coincidencia temporal, con mi descubrimiento de la maravilla de la poesía, el sicoanálisis y el marxismo.
ENTREVISTA A JORGE ENRIQUE ADOUM, PREMIO NACIONAL DE LITERATURA DE ECUADOR
POR IVONNE ZÚÑIGA, DESDE QUITO
¿Cuál es el recuerdo más lejano de su niñez?
Tengo un recuerdo remoto de cuando tenía tres años … Estoy en Ambato, en casa de mi abuela, con mi madre, y ambas lloran desesperadamente porque un hermano mío se iba a los Estados Unidos; las veo, abrazadas, llorando, y a mi hermano con un abrigo negro al brazo, que baja las escaleras. Llegó a los Estados Unidos justo para la crisis del 29, y cuando lo fui a conocer, prácticamente, cuarenta años después, me dijo, que lo que le salvó la vida entonces fue la distribución de sopa a los pobres, ya que fue a parar a un hospital. Vivió mucho tiempo en ese país como si no existiera, porque estaba ilegalmente en él; mucho después una nuera suya, esposa de su hijo mayor, que combatió en Vietnam, ganó un proceso contra el estado de Nueva York, gracias a lo cual pudo circular normalmente. Éramos siete hermanos: dos medio hermanos, hijos del primer matrimonio de mi madre, y cinco del segundo Y resulta que ya he enterrado a mis seis hermanos. Soy el segundo de los Adoum.
¿Su padre también fue escritor?
Mi padre fue un caso dramático de búsqueda y hallazgo de su destino. Era libanés y abandonó su patria cuando Líbano estaba dominado por los turcos y bajo un Protectorado francés. Como era nacionalista, llegó un momento en que le persiguieron las autoridades: turcas, francesas y libanesas. Poco hablaba de su vida: alguna vez cruzó el Sahara a pie y hablaba también sobre los asaltos en el desierto. Era costumbre, entonces, llevar el dinero en una bolsita en el pecho y quienes tenían experiencia solían cargar en el bolsillo una cebolla en lugar del dinero (¿vendrá de allí la frase “la bolsa o la vida”?). En aquella aventura un ladrón le dijo a mi padre: “Tírala, porque apesta””. La cebolla tenía ocho perforaciones hechas sin que él se diera cuenta. Creo que tuvo un hermano, medio pirata o qué se yo, que había llegado al Ecuador por casualidad y, como si fuera un cronista español, le había dicho a mi padre que acá se encontraba el oro en el suelo. De este modo, obligado mi padre a exiliarse, vino a dar en Guayaquil. Tradujo, hacia los años treinta, a poco de llegado, Las alas rotas, de Khalil Gibrán, y alguna otra que no recuerdo, y poco a poco fue llegando a las ciencias ocultas. Llegó a ser gran maestro Masón y gran maestro Rosacruz. Fue entonces cuando empezó a escribir. Los primeros trabajos de revisión de estilo que he hecho en mi vida fueron sus obras. Escribía a mano, durante el día, en su consultorio y en la noche yo debía pasarlos a máquina, hasta que me fui de casa. Después, mucha gente me ha confundido con él, sobre todo en Brasil, donde fue muy admirado.